Estos cetáceos juegan un rol especial en el ecosistema marino, al almacenar y transportar dióxido de carbono de manera activa y natural.
Sus cuerpos son grandes receptores de CO2, el gas de efecto invernadero que tiene mayor responsabilidad en el calentamiento global que amenaza la supervivencia del planeta y la biodiversidad y genera consecuencias climáticas extremas. Cada ballena, sobre todo la azul, la franca y la jorobada, puede absorber alrededor de 33 toneladas de CO2 a lo largo de su vida, mientras que un árbol, unos 22 kilos al año. Imaginemos el impacto ambiental tan positivo que puede generar una ballena durante sus 60 años de vida o más.
Matarlas y sacarlas del océano es liberar a la atmósfera todo el CO2 que llevan almacenado dentro de sí. No pasa lo mismo cuando mueren naturalmente. Cuanto esto ocurre, sus cuerpos se hunden, de modo que el dióxido de carbono queda en el fondo del mar, quizás por cientos o miles de años.