Los primeros vuelos solían operar en la troposfera, (la capa de la atmósfera donde se desarrollan las precipitaciones y las nubes) como lo hacen hoy mayormente los aviones medianos no comerciales, las avionetas, los planeadores.
Pero en los años 50, con la aparición de los reactores, la industria aeronáutica puso todas sus esperanzas en los vuelos supersónicos, aquellos que viajaban a mayores altitudes y por encima de la velocidad del sonido. Con el pretexto, entre otras cosas, de que a mayor altitud, menor potencia y un supuesto ahorro de combustible. A principios de los 60 se anunció que los vuelos largos, los llamados transoceánicos, recorrerían la estratosfera, capa situada entre los 12.000 y los 15.000 metros de altura sobre el nivel del mar, dependiendo de la latitud y la época del año.
Enseguida la industria se dedicó a la ejecución de tres proyectos que finalmente no obtuvieron el éxito anhelado: el Boeing 2707 (Estados Unidos), el Tupolev-144 (URSS) y el Concorde (Francia-Gran Bretaña). El primero no funcionó nunca. El segundo operó comercialmente hasta junio de 1978. El tercero, hasta noviembre del año 2003.
Pero su funcionamiento trajo consigo rápidamente claros señalamientos en contra por parte de grupos ecologistas. Aseguraban que estos vuelos supersónicos, al sobrepasar la barrera de la velocidad del sonido, generaban un ruido en forma de explosión bastante perturbador y poco bastó para que pusieran la lupa en otros impactos que los vuelos estaban generando. Se comenzó a hablar sobre el efecto que los gases resultantes de la quema de combustible podían tener en la estratosfera, la capa atmosférica en la que la temperatura es prácticamente constante y el aire, poco existente y frío, se mueve muy poco. Una preocupación que está más vigente que nunca.