Desde la Revolución Industrial, parece que la durabilidad de los productos no era rentable para los fabricantes, pues la gente no compraba de nuevo el mismo objeto hasta tanto este no se rompiera o alguien lo dañara. Entonces, al haber menos ventas, había menos ingreso de dinero. Bajo ese argumento nació la idea de otorgar caducidad a los productos como una forma de incentivar el consumo.
El concepto fue formulado en 1930, pero años antes empresas del ramo eléctrico, entre ellas Phillips y General Electric, habían acordado limitar la duración de las bombillas de incandescencia, de 1.500 horas a 1.000 horas, y penalizar a los fabricantes que violaran esa nueva norma.
Luego pasó algo similar con el Nylon, que, aunque se presentó en 1938 como un producto indestructible, la disminución de las ventas de las medias de este material llevó a Dupont a rediseñarlo hasta hacerlo más frágil y así asegurar mayores ganancias y consumidores perpetuos.
Desde entonces, lavadoras, televisores, impresoras, ordenadores, teléfonos móviles, microondas, bombillas, medias, zapatos, vehículos, software y todo cuanto puedas imaginar, aunque los fabricantes se empeñen en negarlo, está diseñado para durar poco tiempo, para quedar obsoleto, inservible.
Según los creadores de esta perversa estrategia, era la gran solución, no solo en lo comercial sino también en lo laboral, pues aseguraba una forma de generar empleos estables a los obreros y favorecía a la economía en general.
En aquel entonces, los recursos naturales se creían inagotables y bajo esa concepción, la obsolescencia se volvió comúnmente aceptada.