El primero en emplear esta analogía del “invernadero” fue Joseph Fourier. En 1824, en su publicación “Observaciones generales sobre las temperaturas de la tierra y los espacios planetarios” manifestó que, un objeto del tamaño de la Tierra y con similar distancia del sol, debería ser mucho más frío a como es en realidad nuestro planeta. Y afirmó que, la Tierra se mantenía templada gracias a que la atmósfera retiene el calor como si estuviera debajo de un cristal.
En adelante, este tema ha seguido un largo camino de evolución científica. En 1859, el irlandés John Tyndall identificó al dióxido de carbono (CO2), el metano (CH4) y el vapor de agua (H2O) como los principales gases aislantes de la radiación infrarroja (calor) y, por tanto, los causantes del efecto invernadero.
Años más tarde, el sueco Svante Arrhenius, Premio Nobel de Química en 1903, quiso cuantificar el impacto de las concentraciones de dióxido de carbono (CO2) en el clima. Después de interminables y complejos cálculos, en 1896 concluyó que al duplicar los niveles de CO2 en la atmósfera habría un aumento de entre 5°C y 6°C en la temperatura del planeta, y advirtió que si se disminuyeran esos niveles de CO2 en la misma proporción, el planeta experimentaría un enfriamiento masivo, pues la temperatura podría descender entre unos 4°C y 5°C.
Esta idea fue desarrollada con más detalles por Thomas Chrowder Chamberlin en 1899. Pero estos estudios fueron poco valorados en aquel entonces.
Aunque Arrhenius estimó que esos cambios podrían tardar unos 3.000 años en darse (una previsión bastante optimista, ¿no les parece?) Bastó un poco más de 100 años para que comenzáramos a verlos, gracias a la acelerada proliferación del humo negro de la industria de chimeneas y de las pesadas y ruidosas locomotoras, que llegaron con la Revolución Industrial con toda la intención de quedarse.