En 1957, el entonces ministro de salud de Estados Unidos declaró que había una relación causal entre el hábito de fumar y el padecimiento de cáncer de pulmón. Algo que años más tarde fue confirmado en un informe que resaltó que la tasa de mortalidad de las personas fumadoras había aumentado en un 70% respecto a la de las no fumadoras.
Desde entonces la preocupación ganó terreno y las empresas tabacaleras apostaron por incorporar filtros a los cigarrillos como una forma de reducir la cantidad de alquitrán y de nicotina. Probaron con algodón, carbón y almidones alimentarios pero al final se decidieron por el acetato de celulosa, un tipo de plástico que puede fragmentarse en piezas mucho más pequeñas (microplásticos) gracias a la acción de los rayos ultravioletas.
Estos filtros contienen además amoniaco o naftalina, arsénico, cadmio, polonio, metanol, disolventes industriales y hasta elementos radiactivos. Sustancias que no solo les hace altamente tóxicos para la salud humana (de hecho se les considera potencialmente cancerígenos), sino que al entrar en contacto con el agua, les convierte en un grave problema ambiental.
El asunto es que aun con la incorporación de los filtros no se ha demostrado una mejora en los efectos en la salud. Para muchos se trata solo de una herramienta de marketing para vender más, bajo un falso concepto de “más saludable”, de un aditivo inútil que termina siendo desechado y que por estos días se ha convertido en la forma más común de contaminación plástica.