La historia de la ancestral vocación para la guerra que tiene la especie humana está llena de episodios vinculados con el uso de sustancias, insectos y hasta fluidos de personas infectadas de cólera o lepra, con el fin de conquistar y someter al enemigo.
En los siglos XVIII y XIX los colonos europeos infectaron, de manera intencionada o no, a los pueblos conquistados con sífilis, gripe, viruela o tifus, de esta manera diezmaron a la población de los territorios ocupados que no tenía los anticuerpos para defenderse. Sin duda los virus y gérmenes resultaron armas con más poder destructivo que las convencionales.
Las armas biológicas también tienen un uso político que colinda con lo criminal. El bioterrorismo es una modalidad de terrorismo que se encarga de manipular en laboratorios virus, bacterias u otros agentes patógenos con el fin de hacerlos más letales y resistentes a tratamientos médicos, o con mayor poder de dispersión.
El objetivo es asesinar a la población o a líderes políticos, infectar animales de ganadería o cosechas para provocar escasez de alimentos y pérdidas económicas que infundan pánico, desasosiego y confusión a fin de influir en la toma de decisiones de carácter político.
Para el año 1964, la revolución cubana se encontraba en su albor y Fidel Castro denunció que Estados Unidos aplicaba guerra bacteriológica contra el pueblo cubano. Estados Unidos lo negó, sin embargo, la desclasificación de unos documentos treinta años más tarde, corroboraron la denuncia de Castro.
Pocos años más tarde, en 1968, las autoridades cubanas afirmaron haber capturado a un individuo que había introducido el virus “Colletotrichum falcatum” con el fin de afectar la zafra de caña de azúcar de ese año. Estimaron los voceros de la revolución en ese entonces, que esas acciones estaban dirigidas a doblegar y torcer la voluntad política de los cubanos.