El resultado es que todo ese proceso para alimentar solo a una parte de la población arroja a la atmósfera 4.2 millones de toneladas de CO2, según datos del año 2011. No es difícil inferir que en la actualidad esa cifra se ha incrementado.
Una serie de políticas económicas propiciadas por organismos como la Organización Mundial del Comercio, sumadas a unos precios del petróleo relativamente bajos, han estimulado la importación de alimentos a nivel global. Todas estas líneas de acción se llevan a cabo sin tomar en cuenta el costo ambiental que representan y cómo se profundiza el deterioro del clima, la falta de alimentos, la pobreza y la pérdida de ecosistemas y biodiversidad.
El consumo de alimentos que no se producen de manera local o que no se corresponden con la estacionalidad o el clima, es un modelo impuesto por la industria alimentaria que propicia graves problemas económicos, sociales y ambientales. El caso del consumo de la piña en Europa es un ejemplo que ilustra bastante bien esta situación.
La piña es un cultivo propio de los países tropicales. Aunque en Costa Rica se lleva a cabo desde la colonia, no sería hasta finales de los años 70 del siglo XX cuando la trasnacional Del Monte tecnificó los cultivos y los transformó en monocultivos de alta intensidad y de alta dependencia tecnológica.
Eso trajo como consecuencia problemas de contaminación de suelos y fuentes de agua por pesticidas y agroquímicos y afectación en la salud de los trabajadores. Todo, con el único fin de satisfacer la demanda de países donde la piña es una fruta exótica y ajena a la dieta local.
Y así pasa con el cultivo de la soya, el maíz, el cacao o los garbanzos, que aunque se pueden cultivar en Europa, la gran industria prefiere los de México porque producirlos ahí es más barato. El campesino a cada lado del Atlántico, junto con el planeta, son los más perjudicados.